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Una sentencia política

En nuestro país, todos los ciudadanos, sin distingos de rango o condición, debemos respetar las decisiones judiciales.

El 10 de enero de 2012 hicimos un llamado a la Corte Constitucional para que frente a las dudas existentes sobre la vigencia de la ley de reforma tributaria del 2010, se pronunciara pronto sobre las demandas que estaban en trámite, para superar la incertidumbre en la presentación de las declaraciones de renta 2011. En Comunicado del 15 de enero, se informó que en Sentencia C-024 la Corte decidió inhibirse sobre el tema, porque no tenía competencia para juzgar la operación administrativa de impresión y publicación de una ley.

Posteriormente, el señor Ministro de Hacienda realizó una serie de pronunciamientos sobre la existencia de irregularidades en el proceso de publicación de la ley, llegando incluso a afirmar por escrito en una columna de El Tiempo(12-02-12) que detrás de dicha situación se encontraban “lobbistas” solidarios con los ricos del país y en contra de los pobres. A los pocos días cambió su versión en un foro gremial para referir la misma imputación afirmando: “»alguien que está en esta mesa, o en este salón o está en un salón de la Andi, le pagó a alguien para que no pusiera a funcionar la imprenta”.

Cumplida esta estrategia de ambientación con un amplio eco en los medios de comunicación, en comunicado del 24 de enero se dio a conocer un nuevo fallo de la Corte (Sentencia C-076) que declara exequible la reforma con argumentos que modifican la posición adoptada por la guardiana de la Carta Política en otros casos, en los cuales se habían aprobado, por el Congreso de la República, decisiones de gran trascendencia nacional.

Sobre la aplicación de algunas normas a partir del 2011, la Sentencia cuestiona las pruebas recaudadas porque “…las certificaciones (…) generaban duda razonable respecto de la transparencia y legalidad de la operación administrativa de publicación,…”, y concluye que sí rigen a partir de dicho año.

Los mismos magistrados que salvaron el voto en la primera Sentencia, lo hacen en esta ocasión y “…expresan de nuevo su preocupación por el hecho de que, en asuntos sensibles para la sociedad o que puedan tener un profundo impacto económico, se antepongan criterios de orden estrictamente pragmático y no de naturaleza constitucional,…”.

En nuestro país, todos los ciudadanos, sin distingos de rango o condición, debemos respetar las decisiones judiciales, así, desde un punto de vista académico no compartamos su sentido y fundamentos. En concordancia con ello, le corresponde a la Corte Constitucional compulsar copias del expediente a la Fiscalía para ayudar a que el proceso, que seguramente inició el señor Ministro de Hacienda para investigar las conductas mencionadas, aplique el peso de la justicia a sus autores, así como las consecuencias del caso por las certificaciones que generaban “… duda razonable respecto de la transparencia y legalidad de la operación administrativa de publicación…” de la ley.

Si bien la Corte cerró cualquier cuestionamiento legal sobre los temas resueltos, sí resulta importante para la credibilidad pública en la vigencia del Estado de Derecho, que el proceso penal llegue a su culminación, y se conozca claramente si las publicitadas irregularidades en la publicación de la Ley 1430 de 2010, fueron una realidad o por el contrario corresponden a otro ‘falso positivo’.

 

GUSTAVO H. COTE PEÑA

EXDIRECTOR DE LA DIAN 

Periodismo y seguridad

Para estimular la presencia de nuevos agentes económicos e inversión en el país, debe imperar la ‘seguridad’ en todas sus dimensiones.

Esta debe estar presente en la mente colectiva e individual y percibirse como un ingrediente natural del desenvolvimiento de las actividades diarias.

El derecho existe para facilitarla, y el Estado, actuando dentro de la ley y la Constitución, debe hacerla una realidad.

Este concepto se materializa a través de la estabilidad de las normas jurídicas; la disminución de atentados contra la vida, honra y bienes de los ciudadanos; la prevención de delitos de cualquier índole; el control y la sanción a la corrupción pública; de una pronta y eficiente administración de justicia; del comportamiento ejemplar de los miembros del Congreso, alto Gobierno Nacional o territorial, las altas cortes y la judicatura.

Pero ella no solo compete al Estado. En esta labor inciden, en forma importante, otros agentes sociales.

Es reconocido el carácter de ‘cuarto poder’ que encarnan los medios de comunicación y, con ellos, los periodistas, quienes por su gran influencia en la sociedad tienen la obligación de actuar con suma prudencia, seriedad y objetividad.

En Colombia, gracias a quienes se dedicaron en el pasado y se dedican hoy al ejercicio responsable y profesional de esta tarea, se han logrado impulsar gestas por la recuperación moral del acontecer político nacional, se han conocido los peores casos de la corrupción pública y se ha orientado el camino colectivo y pacífico del descontento generalizado frente a acciones que atentan directamente contra el colombiano del común y sus instituciones, como fue el caso de la protesta estudiantil por el intento de privatizar la universidad pública, y la reacción reciente de rechazo al espectáculo grotesco de la reforma a la Justicia.

En una intervención radial, una ilustre periodista presentaba una descripción apocalíptica del panorama nacional en materia de orden público, mostrándolo como si de la noche a la mañana se hubiera pasado de un ambiente de total paz y tranquilidad a uno de arreciado conflicto e inseguridad.

Esta clase de intervenciones pierden de vista que no es cierto que en los años anteriores al 2010 se hubieran eliminado totalmente las acciones violentas de los grupos al margen de la ley y que el actual Gobierno y sus Fuerzas Armadas no estén actuando con firmeza y contundencia contra ellos.

A pesar de la negativa oficial en la época del anterior Gobierno, informes de los organismos de seguridad y de organizaciones civiles anotan la presencia en los años 2002 a 2010 de un gran número de atentados cometidos por grupos ilegales, que, incluso, permitieron la calificación de ‘terroristas’ a las Farc en escenarios internacionales.

A su paso, es conocido el total descalabro que en esos años presentó la seguridad urbana.

Desafortunadamente, como alguien decía, “los colombianos tenemos memoria de 24 horas”. Pero, a pesar de este conflicto, de ayer y de hoy, los negocios han continuado y la economía nacional ha mantenido su rumbo.

Poco favor se hace al país con esta clase de opiniones públicas, pues terminan convirtiéndose en factor adverso para atraer inversión y orientando los nuevos proyectos productivos a otras latitudes.

Gustavo H. Cote Peña

Exdirector de la Dian

Confianza y Prosperidad

Alejandro Delgado Perea
Director en Consultoría Financiera

La confianza es un valor social y un principio común fundamental en toda colectividad próspera. Sin este pilar, los esfuerzos por buscar el desarrollo económico se derrumban en la ineficiencia o la parálisis provocados por los mecanismos de control mutuo, que, a la larga, siempre demuestran ser inoperantes.

En todo el mundo las personas escriben contratos para diversos fines de carácter civil, comercial, laboral o societario. Los acuerdos escritos buscan, en esencia, dejar constancia del alcance del pacto. Ahora bien, no importa cómo se redacte un contrato ni las cláusulas de salvaguarda que se incluyan, si hay mala fe de una de las partes. Por lo tanto, es una insensatez obligarse y obligar con una persona en la que no se tiene confianza. No obstante, cada vez los contratos tienen clausulados más extensos y complejos, por lo general fuera de proporción para el tamaño y naturaleza del pacto, y que no son otra cosa que un placebo para el cáncer de la desconfianza.

Sólo recuerdo un destino del mundo, diferente de Colombia, en el que a la salida de la sala de equipajes del aeropuerto me fue requerida la contraseña de las maletas. Mi memoria no quiere acordarse de cuál país se trata, pero de seguro no se trata de un país desarrollado.

Estoy convencido de que “confianza” es la palabra que mejor distingue una sociedad desarrollada de una que no lo es. Sin la confianza no es posible la prosperidad individual ni mucho menos la social. Los economistas utilizan el crecimiento del Producto Interno Bruto como un indicador de excelencia para medir el avance hacia el desarrollo. Pero en nuestro país dedicamos una parte importante del gasto o de la inversión a mecanismos de vigilancia o de control colectivo, y por esto el crecimiento no se traduce en bienestar ni en avance social. Por el contrario: estamos edificando atolladeros.

Un factor que explica nuestra desconfianza en el inconsciente colectivo que se desarrollódesde la época misma de la conquista y, más delante, en la colonia. El nativo, inerme ante el sometimiento del español, acudióa su malicia –la malicia indígena- como única arma de defensa. Se edificó, entonces, una sociedad en la que el señor sabía que no podía confiar en su sirviente, y éste a su turno, validaba su comportamiento en la evidencia del abuso, explotación y despojo al que era sometido.

Pero ya pasaron más de 500 años desde el descubrimiento de América y cerca de 200 años desde que se consolidóla gesta libertadora. Es cierto que estamos aún muy lejos de preciarnos de una sociedad igualitaria, pero también es cierto que ya no hay amos y siervos, aunque algunos afirmen lo contrario. Es tiempo de que los genes colectivos de la desconfianza sean amputados, primero de nuestro consciente y luego de nuestro inconsciente colectivos.

La relación entre el funcionario público y el ciudadano particular está cifrada en la desconfianza. Por presunción que no admite prueba en contrario, todo funcionario público es deshonesto, negligente o imperito. Esta presunción se vuelca de hecho y en derecho en las normas que edifican el Estado, y es alimentada por el sensacionalismo de los medios de comunicación que publican con amplio despliegue las investigaciones que se cursan contra un servidor público, y que con la palabra “presuntamente” se cubren de cualquier acción de rectificación, a sabiendas de que la opinión pública interpreta la noticia no como una apertura investigación sino como una declaratoria de culpabilidad que no admite prueba en contrario. Por ello, contamos con unas instituciones de control y vigilancia, que con toda razón reciben el apelativo de “aparatos” o “entes”. Son tortuosas, costosas e intimidantes, pero más que nada inoperantes.

Muy al contrario de la percepción popular, la grande mayoría de los funcionarios públicos trabajan con compromiso y honestidad. Con toda probabilidad, son más frecuentes los actos contra la ética o la moral en la empresa privada que en la pública. Sucede, sin embargo, que la maraña de normas fuerzan al funcionario a actuar, muchas veces, dentro del marco obligatorio de la ley, pero por fuera de los más elementales principios de la eficiencia y, no en pocas ocasiones, del sentido común.

Es posible y muy fácil hacer de la confianza una decisión constante. De hecho, cada paso que damos en un entorno social tiene implícito un voto de confianza obligado e inconsciente: cuando tomamos un avión, confiamos en el fabricante del avión, los procedimientos de la aerolínea y la destreza del piloto. Confiamos nuestros hijos a una entidad educativa y nuestro dinero a una entidad financiera. Confiamos en la calidad de lo que compramos y, en dado caso, en que el fabricante o el comerciante honrarán la garantía ofrecida. El negocio de los seguros, que mueve billones, se basa en la buena fe. En fin, casi todo nuestro diario trasegar se funda en la confianza ¿Por quéno, entonces, desarrollamos apenas un poco más el sentido de confianza social –el consciente- para allanar espacio a la prosperidad?

Me resisto a aceptar que hemos edificado una sociedad en la que confiar a conciencia es una imprudencia. La desconfianza es un paradigma social que debe ser revisado. Tomará varias generaciones desaprender la desconfianza y aprender a confiar. Si las razones para optar por la confianza no son suficientes, baste entonces la evidencia de la sociedad que hemos cimentado en la desconfianza: ineficiente, improductiva, desgastante y, por ello, cada vez más sumida en el subdesarrollo y la inequidad.

Ni sapos ni ‘castrochavismo’

Artículo publicado en:Portafolio

Quienes nacimos a finales de la década del 50 y comienzos de los 60, heredamos el resentimiento de nuestros padres que sufrieron el desangre de una sociedad, en gran parte rural e inculta, incentivada a asesinar por los líderes de los partidos de la época, que en forma incendiaria e irresponsable motivaron el odio hasta que llegaron a gobernar alternativamente, excluyendo de la cosa pública a quienes pensaban diferente. Luego, vivimos el fragor constante de la guerra generada por las guerrillas, hasta desembocar en la tragedia ocasionada por el frenético monstruo del paramilitarismo, tristemente auspiciado desde algunos sectores de la institucionalidad.

Todo ha ocurrido en una Colombia herida por una gran brecha social.

Los sectores de mayores ingresos y comodidad contrastan con amplios grupos al margen de la propiedad de la tierra, del acceso digno a la salud, a la educación, al techo, al alimento y al trabajo decente y formal. Brecha que para hoy, según lo expresan estudios de organismos internacionales y de investigación, mantiene existencia con una preocupante amplitud, a pesar de los ingentes esfuerzos desarrollados en los últimos años. A lo anterior se suma un progresivo proceso de deterioro moral, producto del falso valor del dinero rápido y mal habido en el narcotráfico y la corrupción, que ha permeado los diferentes estamentos públicos y privados.

En este contexto, llegaron los acuerdos de paz que concentran nuestra atención y que no implican ‘sapo’ alguno, pues Colombia permanece intacta en su concepción constitucional de Estado Social de Derecho. La existencia de la propiedad privada tampoco resulta afectada. Los compromisos a nivel rural corresponden a la política que debió ponerse en marcha hace muchos años, para superar los graves problemas de la alta concentración e informalidad de la propiedad rural, del uso inadecuado de la tierra y del grave deterioro de sus recursos naturales. En materia de reforma política, conllevan la convocatoria de todos los sectores para adoptar medidas que permitan fortalecer la democracia y hacer una transformación moral que dignifique el ejercicio de la política. El sistema de Justicia Transicional, avalado hasta por la Fiscal de la CPI, responde a la necesidad de aplicar el nivel de justicia que demanda un proceso de esta naturaleza. Y todo esto a cambio de silenciar los fusiles y de apagar el fuego de la destrucción y la muerte para que nuestros hijos vivan en un ambiente en el cual impere el amor antes que el rencor.

El ‘castrochavismo’ en Colombia no dependerá de la participación de los desmovilizados en política. Este riesgo, tal y como sucedió en Venezuela, depende exclusivamente de los partidos y del sector empresarial colombiano. Pues ellos tienen la responsabilidad histórica de promover y concretar los cambios urgentes que pasan en forma inexorable por el repudio a la corrupción y su sanción ejemplarizante.

Nuestro país está lleno de potencialidades. Con posibilidades inmensas de construcción de bases empresariales e infraestructura suficiente para producir bienes y servicios. Con una gran variedad de recursos naturales que permitirían, aún hoy día, a pesar del deterioro del medioambiente por su explotación irresponsable, proveer productos agropecuarios y minerales diversos para satisfacer las necesidades de toda nuestra sociedad y para competir en los mercados internacionales en excelentes condiciones.
Con personas trabajadoras de especiales calidades.

No nos desgastemos más en confrontaciones personalistas. Digamos: “Bienvenida la paz”, votemos SÍ en el plebiscito y empecemos a construir con optimismo el futuro que nos merecemos.

Gustavo H. Cote Peña
Exdirector de la Dian
gcotep@yahoo.com

 

Sin excusa válida

Artículo publicado en:Portafolio

Los medios de comunicación y la generalidad de los líderes han coincidido en que el modelo de justicia transicional anunciado, junto con la aceptación por las Farc del término de los seis meses para poner fin a los diálogos, ubica el proceso en un punto de no retorno. El acontecimiento se produce dentro del periodo perentorio que había indicado el presidente Santos, en respuesta al llamado de algunos sectores que exigían fijar un límite en el tiempo para acelerar las conversaciones.
Esto último permite inferir, que el tiempo restante para su culminación, también será respetado por la mesa o incluso podría ser menor si la voluntad política de los delegados sigue en la misma línea en la que se ha movido. Es satisfactorio ver reemplazado el pesimismo de aquel momento por el optimismo que ahora respira nuestra sociedad.
El modelo incluye la posibilidad de juzgar tanto a los integrantes del grupo rebelde, combatientes o no, como a todos los demás actores de la guerra, sea que se trate de miembros de las Fuerzas Militares, agentes del Estado, civiles, empresarios, políticos, en fin, comprenderá a todos los que en una u otra forma participaron en la confrontación o financiaron este triste capítulo de la historia colombiana. Las sanciones a aplicar serán penas restrictivas de la libertad entre 5 y 8 años. Procederá amnistía o indulto para delitos de rebelión y sus conexos, y no para los delitos de lesa humanidad y, según declaraciones del Fiscal General, incluirá bajo su cobertura, las investigaciones en curso al momento de aprobarse su desarrollo legislativo y la revisión de las sentencias de condena, por hechos asociados al conflicto, aplicadas con anterioridad.
En otras palabras, el principal argumento de los guerreristas para oponerse al proceso en curso, ha caído por su propio peso. Lo acordado es prenda clara de que la paz que tanto se anhela por los colombianos va a lograrse sin impunidad, pues garantiza que habrá justicia, verdad, reparación a las víctimas y compromiso de no repetición. Naturalmente, que este modelo deberá ser afinado por la ley, y, junto con los demás puntos convenidos, deberá someterse a la refrendación de todo el pueblo colombiano.
Hay que aceptar que quienes han sufrido en carne propia los desastres de la contienda, miren los resultados con algo de desconfianza. Pero pronto entenderán, que el detener la barbarie y el desangre de la Patria, demanda algún nivel de sacrificio de ‘justicia plena’. Solo así quedan sentadas las bases para construir en el país un ambiente de convivencia pacífica y seguridad.
Lo que no tiene justificación alguna, es que casi en forma simultánea al anuncio de la noticia y sin esperar que se produzcan las normas que regulen y precisen el modelo, los devotos del ángel de la muerte hayan empezado a lanzar juicios anticipados, algunos totalmente mentirosos, para confundir a la opinión pública y tratar de atajar el avance incontenible de la marcha hacia la paz. Tampoco resulta aceptable que algunos periodistas continúen impulsando el resentimiento y el rencor, al cuestionar que los líderes de los insurgentes, una vez desarmados, participen en política y lleguen a los cargos de elección popular. Ya es hora de que se acepte que no existe ninguna excusa válida que impida iniciar la tarea de todos, de pensar y actuar diferente, para reemplazar en nuestros corazones los odios propios o heredados por sentimientos de perdón y reconciliación.
Gustavo H. Cote Peña
Exdirector de la Dian
gcotep@yahoo.com