Confianza y Prosperidad

Alejandro Delgado Perea
Director en Consultoría Financiera

La confianza es un valor social y un principio común fundamental en toda colectividad próspera. Sin este pilar, los esfuerzos por buscar el desarrollo económico se derrumban en la ineficiencia o la parálisis provocados por los mecanismos de control mutuo, que, a la larga, siempre demuestran ser inoperantes.

En todo el mundo las personas escriben contratos para diversos fines de carácter civil, comercial, laboral o societario. Los acuerdos escritos buscan, en esencia, dejar constancia del alcance del pacto. Ahora bien, no importa cómo se redacte un contrato ni las cláusulas de salvaguarda que se incluyan, si hay mala fe de una de las partes. Por lo tanto, es una insensatez obligarse y obligar con una persona en la que no se tiene confianza. No obstante, cada vez los contratos tienen clausulados más extensos y complejos, por lo general fuera de proporción para el tamaño y naturaleza del pacto, y que no son otra cosa que un placebo para el cáncer de la desconfianza.

Sólo recuerdo un destino del mundo, diferente de Colombia, en el que a la salida de la sala de equipajes del aeropuerto me fue requerida la contraseña de las maletas. Mi memoria no quiere acordarse de cuál país se trata, pero de seguro no se trata de un país desarrollado.

Estoy convencido de que “confianza” es la palabra que mejor distingue una sociedad desarrollada de una que no lo es. Sin la confianza no es posible la prosperidad individual ni mucho menos la social. Los economistas utilizan el crecimiento del Producto Interno Bruto como un indicador de excelencia para medir el avance hacia el desarrollo. Pero en nuestro país dedicamos una parte importante del gasto o de la inversión a mecanismos de vigilancia o de control colectivo, y por esto el crecimiento no se traduce en bienestar ni en avance social. Por el contrario: estamos edificando atolladeros.

Un factor que explica nuestra desconfianza en el inconsciente colectivo que se desarrollódesde la época misma de la conquista y, más delante, en la colonia. El nativo, inerme ante el sometimiento del español, acudióa su malicia –la malicia indígena- como única arma de defensa. Se edificó, entonces, una sociedad en la que el señor sabía que no podía confiar en su sirviente, y éste a su turno, validaba su comportamiento en la evidencia del abuso, explotación y despojo al que era sometido.

Pero ya pasaron más de 500 años desde el descubrimiento de América y cerca de 200 años desde que se consolidóla gesta libertadora. Es cierto que estamos aún muy lejos de preciarnos de una sociedad igualitaria, pero también es cierto que ya no hay amos y siervos, aunque algunos afirmen lo contrario. Es tiempo de que los genes colectivos de la desconfianza sean amputados, primero de nuestro consciente y luego de nuestro inconsciente colectivos.

La relación entre el funcionario público y el ciudadano particular está cifrada en la desconfianza. Por presunción que no admite prueba en contrario, todo funcionario público es deshonesto, negligente o imperito. Esta presunción se vuelca de hecho y en derecho en las normas que edifican el Estado, y es alimentada por el sensacionalismo de los medios de comunicación que publican con amplio despliegue las investigaciones que se cursan contra un servidor público, y que con la palabra “presuntamente” se cubren de cualquier acción de rectificación, a sabiendas de que la opinión pública interpreta la noticia no como una apertura investigación sino como una declaratoria de culpabilidad que no admite prueba en contrario. Por ello, contamos con unas instituciones de control y vigilancia, que con toda razón reciben el apelativo de “aparatos” o “entes”. Son tortuosas, costosas e intimidantes, pero más que nada inoperantes.

Muy al contrario de la percepción popular, la grande mayoría de los funcionarios públicos trabajan con compromiso y honestidad. Con toda probabilidad, son más frecuentes los actos contra la ética o la moral en la empresa privada que en la pública. Sucede, sin embargo, que la maraña de normas fuerzan al funcionario a actuar, muchas veces, dentro del marco obligatorio de la ley, pero por fuera de los más elementales principios de la eficiencia y, no en pocas ocasiones, del sentido común.

Es posible y muy fácil hacer de la confianza una decisión constante. De hecho, cada paso que damos en un entorno social tiene implícito un voto de confianza obligado e inconsciente: cuando tomamos un avión, confiamos en el fabricante del avión, los procedimientos de la aerolínea y la destreza del piloto. Confiamos nuestros hijos a una entidad educativa y nuestro dinero a una entidad financiera. Confiamos en la calidad de lo que compramos y, en dado caso, en que el fabricante o el comerciante honrarán la garantía ofrecida. El negocio de los seguros, que mueve billones, se basa en la buena fe. En fin, casi todo nuestro diario trasegar se funda en la confianza ¿Por quéno, entonces, desarrollamos apenas un poco más el sentido de confianza social –el consciente- para allanar espacio a la prosperidad?

Me resisto a aceptar que hemos edificado una sociedad en la que confiar a conciencia es una imprudencia. La desconfianza es un paradigma social que debe ser revisado. Tomará varias generaciones desaprender la desconfianza y aprender a confiar. Si las razones para optar por la confianza no son suficientes, baste entonces la evidencia de la sociedad que hemos cimentado en la desconfianza: ineficiente, improductiva, desgastante y, por ello, cada vez más sumida en el subdesarrollo y la inequidad.

Ni sapos ni ‘castrochavismo’

Artículo publicado en:Portafolio

Quienes nacimos a finales de la década del 50 y comienzos de los 60, heredamos el resentimiento de nuestros padres que sufrieron el desangre de una sociedad, en gran parte rural e inculta, incentivada a asesinar por los líderes de los partidos de la época, que en forma incendiaria e irresponsable motivaron el odio hasta que llegaron a gobernar alternativamente, excluyendo de la cosa pública a quienes pensaban diferente. Luego, vivimos el fragor constante de la guerra generada por las guerrillas, hasta desembocar en la tragedia ocasionada por el frenético monstruo del paramilitarismo, tristemente auspiciado desde algunos sectores de la institucionalidad.

Todo ha ocurrido en una Colombia herida por una gran brecha social.

Los sectores de mayores ingresos y comodidad contrastan con amplios grupos al margen de la propiedad de la tierra, del acceso digno a la salud, a la educación, al techo, al alimento y al trabajo decente y formal. Brecha que para hoy, según lo expresan estudios de organismos internacionales y de investigación, mantiene existencia con una preocupante amplitud, a pesar de los ingentes esfuerzos desarrollados en los últimos años. A lo anterior se suma un progresivo proceso de deterioro moral, producto del falso valor del dinero rápido y mal habido en el narcotráfico y la corrupción, que ha permeado los diferentes estamentos públicos y privados.

En este contexto, llegaron los acuerdos de paz que concentran nuestra atención y que no implican ‘sapo’ alguno, pues Colombia permanece intacta en su concepción constitucional de Estado Social de Derecho. La existencia de la propiedad privada tampoco resulta afectada. Los compromisos a nivel rural corresponden a la política que debió ponerse en marcha hace muchos años, para superar los graves problemas de la alta concentración e informalidad de la propiedad rural, del uso inadecuado de la tierra y del grave deterioro de sus recursos naturales. En materia de reforma política, conllevan la convocatoria de todos los sectores para adoptar medidas que permitan fortalecer la democracia y hacer una transformación moral que dignifique el ejercicio de la política. El sistema de Justicia Transicional, avalado hasta por la Fiscal de la CPI, responde a la necesidad de aplicar el nivel de justicia que demanda un proceso de esta naturaleza. Y todo esto a cambio de silenciar los fusiles y de apagar el fuego de la destrucción y la muerte para que nuestros hijos vivan en un ambiente en el cual impere el amor antes que el rencor.

El ‘castrochavismo’ en Colombia no dependerá de la participación de los desmovilizados en política. Este riesgo, tal y como sucedió en Venezuela, depende exclusivamente de los partidos y del sector empresarial colombiano. Pues ellos tienen la responsabilidad histórica de promover y concretar los cambios urgentes que pasan en forma inexorable por el repudio a la corrupción y su sanción ejemplarizante.

Nuestro país está lleno de potencialidades. Con posibilidades inmensas de construcción de bases empresariales e infraestructura suficiente para producir bienes y servicios. Con una gran variedad de recursos naturales que permitirían, aún hoy día, a pesar del deterioro del medioambiente por su explotación irresponsable, proveer productos agropecuarios y minerales diversos para satisfacer las necesidades de toda nuestra sociedad y para competir en los mercados internacionales en excelentes condiciones.
Con personas trabajadoras de especiales calidades.

No nos desgastemos más en confrontaciones personalistas. Digamos: “Bienvenida la paz”, votemos SÍ en el plebiscito y empecemos a construir con optimismo el futuro que nos merecemos.

Gustavo H. Cote Peña
Exdirector de la Dian
gcotep@yahoo.com

 

Sin excusa válida

Artículo publicado en:Portafolio

Los medios de comunicación y la generalidad de los líderes han coincidido en que el modelo de justicia transicional anunciado, junto con la aceptación por las Farc del término de los seis meses para poner fin a los diálogos, ubica el proceso en un punto de no retorno. El acontecimiento se produce dentro del periodo perentorio que había indicado el presidente Santos, en respuesta al llamado de algunos sectores que exigían fijar un límite en el tiempo para acelerar las conversaciones.
Esto último permite inferir, que el tiempo restante para su culminación, también será respetado por la mesa o incluso podría ser menor si la voluntad política de los delegados sigue en la misma línea en la que se ha movido. Es satisfactorio ver reemplazado el pesimismo de aquel momento por el optimismo que ahora respira nuestra sociedad.
El modelo incluye la posibilidad de juzgar tanto a los integrantes del grupo rebelde, combatientes o no, como a todos los demás actores de la guerra, sea que se trate de miembros de las Fuerzas Militares, agentes del Estado, civiles, empresarios, políticos, en fin, comprenderá a todos los que en una u otra forma participaron en la confrontación o financiaron este triste capítulo de la historia colombiana. Las sanciones a aplicar serán penas restrictivas de la libertad entre 5 y 8 años. Procederá amnistía o indulto para delitos de rebelión y sus conexos, y no para los delitos de lesa humanidad y, según declaraciones del Fiscal General, incluirá bajo su cobertura, las investigaciones en curso al momento de aprobarse su desarrollo legislativo y la revisión de las sentencias de condena, por hechos asociados al conflicto, aplicadas con anterioridad.
En otras palabras, el principal argumento de los guerreristas para oponerse al proceso en curso, ha caído por su propio peso. Lo acordado es prenda clara de que la paz que tanto se anhela por los colombianos va a lograrse sin impunidad, pues garantiza que habrá justicia, verdad, reparación a las víctimas y compromiso de no repetición. Naturalmente, que este modelo deberá ser afinado por la ley, y, junto con los demás puntos convenidos, deberá someterse a la refrendación de todo el pueblo colombiano.
Hay que aceptar que quienes han sufrido en carne propia los desastres de la contienda, miren los resultados con algo de desconfianza. Pero pronto entenderán, que el detener la barbarie y el desangre de la Patria, demanda algún nivel de sacrificio de ‘justicia plena’. Solo así quedan sentadas las bases para construir en el país un ambiente de convivencia pacífica y seguridad.
Lo que no tiene justificación alguna, es que casi en forma simultánea al anuncio de la noticia y sin esperar que se produzcan las normas que regulen y precisen el modelo, los devotos del ángel de la muerte hayan empezado a lanzar juicios anticipados, algunos totalmente mentirosos, para confundir a la opinión pública y tratar de atajar el avance incontenible de la marcha hacia la paz. Tampoco resulta aceptable que algunos periodistas continúen impulsando el resentimiento y el rencor, al cuestionar que los líderes de los insurgentes, una vez desarmados, participen en política y lleguen a los cargos de elección popular. Ya es hora de que se acepte que no existe ninguna excusa válida que impida iniciar la tarea de todos, de pensar y actuar diferente, para reemplazar en nuestros corazones los odios propios o heredados por sentimientos de perdón y reconciliación.
Gustavo H. Cote Peña
Exdirector de la Dian
gcotep@yahoo.com